Ninguno de los que son sorprendidos en una playa por una oleada de inmigrantes perdidos y al borde de la hipotermia, dirían que están ante un acto de rebelión, ante la revolución del siglo XXI, ante la defensa más grande de la libertad. Quizá porque la sociedad en la que viven ha eliminado de su voluntad la capacidad ultima de enfrentarse a la adversidad, de plantar cara al destino, de determinar, en última instancia, su felicidad y su vida. Leo el libro de Pérez Reverte sobre el dos de mayo, y observo que fue el pueblo el que se movilizó ante la inoperancia del gobierno, que fueron unos cuantos anónimos los que pusieron su vida en juego. Nadie que cruce el desierto y se juegue la vida en una patera debería merecer menos que esos héroes que en Madrid atenazaron a comandantes y generales franceses. La revolución es hija de la pobreza, mientras el estomago está lleno a nadie le importa si su Estado es bueno o malo, si su sino puede cambiar o no. Hablo con compañeros argentinos del trabajo y me sorprende su capacidad de sacrificio, su intención última de generar una riqueza que a la postre convierta a la siguiente generación en la salvación de su país.
Yo no quiero ser un arcabucero a la espera de una cabeza que cortar, pero sí necesito sentir que mi espíritu está preparado para dar la cara cuando la circunstancia se alíe con la historia y me requiera; quizá porque durante la dictadura mi ignorancia y la de muchos se volvieron sumisión absoluta y nunca me lo perdone. Me desilusiona ver que hoy una crisis institucional no derivaría en una respuesta ciudadana, que el abatimiento se ha instalado en el espíritu ciudadano, que la cultura hedonista y su hastío ha generado un nuevo hombre capaz de mirar indiferente ante una lucha por la vida, capaz de obviar la responsabilidad última del ciudadano que vive en democracia. Si algo he aprendido es que la felicidad solo se consigue con el ejercicio de la libertad, que el ser humano no se mueve por ideas. Quizá debería empezar a moverse por imitación.
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